¡Gordo!
Sí, sabía que lo era, sí, pero…, ¡dicho de aquel modo…!
Aquella palabra, aquella maldita palabra que me golpeaba como
un martillazo en un dedo (eso dice siempre mi padre).
Maldita impronunciable
palabra.
Cogí mis canicas y me guarecí en la sombra, aquella sombra
que me cobijaba cuando me encontraba mal, cuando me hallaba solo. Mi cómplice
inmenso, mi salvadora sombra, aliada de mil huidas, de mil escondidas.
Allí estaba esperando el final del recreo. A ver cuándo tocan
ya…
¡Hola! Volví la cara pausadamente, sin mucha confianza. Un
pequeñajo me observaba de pie, frente a mí. Yo dudé en saludarlo, unos segundos
eternos, quizás algún minuto, y no pude más que contestarle de la misma manera…
Mas, inmerso en la desconfianza, me atreví a inquirirle… ¿Qué quieres?
Su cara me era conocida, tal vez lo haya visto alguna vez por
el pasillo de infantil, quizás en el patio de los pequeños. Ante su mutismo
volví a repetirle, ¿qué quieres?
Él pareció querer decir algo, me conocía…
Sí, parece que me conoce, no sé, a lo mejor su hermano está
en mi clase.
Por tercer vez me dirigí a él mientras seguíamos
observándonos en la distancia. ¿Me vas a decir qué quieres de una vez?
Estar contigo.
Aún desconfiado, le hice un hueco en mi sombra, mi aliada, mi
cobijo diario.
Son bonitas tus canicas, aseveró.
Gracias.
¿Quieres que juguemos?
Mis oídos, mis ojos, mi corazón no podían creerlo.
Sólo acerté a decirle… Vale.
Allí estuvimos un buen rato, hasta que sonó la sirena del fin
del recreo.
Recogí mis canicas de cristal, alcé la vista y él ya no
estaba. ¡Sí que era rápido! Mientras había estado recogiendo, él se había
esfumado. Lo he pasado bien.
Quizás mañana quiera volver a jugar conmigo. Ojalá. Sin
embargo, no me ha dicho su nombre, pero me da igual, me he encontrado bien en
su compañía. Aunque sea más pequeño, volveré a jugar con él, sí, claro que sí.
Salí de mi escondrijo y la maestra me esperaba fuera de mi
sombra.
No puedes estar así solo, tienes que jugar con otros niños.
Yo no deseaba responderle, no había estado solo, había estado
jugando con un amigo.
Ella continuaba con su perorata… Venga hombre, no puedes
estar siempre solo.
Yo quería gritarle y sacarla de su confusión. No, que no
había estado solo.
Venga, ponte en la fila, hablaré con tus padres.
Pero qué pueden hacer ellos. Además, yo ya tengo un amiguito,
aunque no me crea. ¡Y mira que me es familiar su cara!
Me fui a la fila, unos empujaban, otros reían (¿de mí…?)… Me
fui al final de la fila, escondiéndome, no quería que me vieran, pasar desapercibido…
Sí, me suena su cara, seguro que lo conozco. No consigo saber
de qué, pero sí.
La fila echó a andar y yo tras ella, junto a mi pensamiento,
mi única compañía. Mañana le preguntaré su nombre, quizás lo conozca de
pequeño, de cuando yo era más pequeño, de infantil.
Pero si era de infantil, yo también lo era, y ahora tengo
once años. No sé. Él tendrá cuatro años, si acaso.
De infantil…, de infantil…
Lo cierto, bien cierto es que me siento a gusto en su
compañía. Nunca consigo preguntarle su nombre, nos ponemos a jugar y se me
olvida.
Todos los días me acompaña en mi sombra. ¡Me gusta estar con
él!
¡Qué pesada es la maestra con que siempre estoy solo!
¡Si tengo a mi amigo!