No puedo, su ruido ensordecedor me
atenaza, me domina, me hace parecer un ser ínfimo.
Cada vez que me acerco a él mis
fuerzas flaquean, entristezco y sucumbo al desánimo.
Ayer, sin ir más lejos, una vez más
pudo conmigo todo su ser, me dejó de piedra, exánime, cuando, apresurado, me
acerqué a él…
Él me domina, creo que puede conmigo,
todo de blanco impoluto, ¡ni que fuera dentista! Y creo que mi temor a él es
superior al odontólogo, lo confieso, ahora me percato de ello. Y él se da
cuenta, sí. Pienso que sí, y eso le hace más fuerte, me hace doblegar, me
somete a sus gruñidos de poder. Y yo, cuanto lo escucho, en cuanto oigo esos
bufidos atroces tiemblo. Mis piernas me hacen parecer una marioneta… ¡Y me
entran ganas de orinar!
………..
Ayer, sí, sin ir más lejos, me volvió
a ocurrir. Ayer me encontraba en aquella sala, tan inmensa, llena de lavabos y
urinarios. Al entrar en aquel salón, lo miré de reojo, alejándome de él. No
podía soportar su presencia. Su dominio sobre mí.
Cuando entré por la puerta, tras un
breve paseo por El Corte Inglés, lo busqué curioso y, a la vez, temeroso. Miré
hacia la izquierda y no estaba. Entonces, hice mi entrada triunfal, mas… ¡ay de
mí cuando dirigí mis ojos hacia la derecha! Me miró desafiante, gruñendo,
gruñéndole, llamándole la atención a otra persona que se le acercó.
Allí estaba él, orgulloso de sí,
junto a la pared. Parecía más blanco que nunca, más presuntuoso que nunca,
arrogante. Hasta lo vi más elegante en esta ocasión. No sé, quizás sea mi
impresión, quizás yo lo idealice, pero no puedo, no puedo soportar la ansiedad
que me produce al verlo.
Yo, receloso, aunque con rapidez
desmesurada, al ver la cara con la que me miró aquella otra persona de avanzada
edad, me dirigí al urinario. No podía contener durante más tiempo la orina. Mi
vejiga se hacía ya dueña de mí y casi mancho los pantalones.
Oriné desconfiado, intranquilo,
temblando. ¿Estaría allí al salir? ¿Por qué debía pasar junto a él? ¿Por qué me
acosaba así? ¿Qué tenía contra mí?
Y al ir a volverme, se me atenazaron
las piernas, no podía girarme… ¡Noooooooo! Allí me quedé inmóvil no sé cuánto
tiempo. De vez en cuando alguien aparecía, orinaba junto a mí y en cuanto salía
de aquel blanco salón lo oía gruñir y rápidamente se marchaba. Sí, le gruñía
también a las demás personas que iban entrando. Excepto a un niño que se acercó
con rapidez y con la misma rapidez se marchó.
No, a él no lo acosó. Quizás solo sea
a los adultos. Adultos hombres. Sí, solo a hombres. ¿Por qué debe aparecer
siempre ahí? ¿Por qué me ataca? ¿Qué tiene contra mí?
Yo seguí paralizado ante tantas
conjeturas. Lastimosamente paralizado. Mis piernas entumecidas, rígidas, me
dolían. Seguía sin girarme. ¿Qué hago? ¿Qué puedo hacer? Por momentos parecía
que ya no iba a estar allí cuando me decidiera a salir de aquella lúgubre
estancia hospitalaria.
No puedo más, no sé cuántas vueltas
había dado la manecilla pequeña de mi reloj… Uf, no aguanto más. No puedo, no
puedo…
De golpe, la luz pareció también
temblar, se oyeron unas voces por la megafonía. Había que desalojar el
edificio, llegó la hora del cierre.
Uf. ¿Qué hago? ¿Me enfrento a él?
¿Tendré fuerzas para hacerlo? Recuerdo que de pequeño me ocurría, siempre había
a la salida al patio uno que me acosaba, y yo me orinaba encima. Hasta que una
vez le hice frente, lo cogí por la solapa de la camisa y le propiné un
puñetazo.
Así se acabó todo. A partir de
entonces ya me dejó tranquilo.
¿Podría sacar nuevamente esas
fuerzas? ¿Podría enfrentarme a él?
Volvió a aseverar por megafonía o
altoparlantes que dirían por otros lares, que iban a cerrar.
Ya no se escuchaba sus gruñidos desde
hacía un buen rato. No, no los escuchaba. No me había apercibido de ello,
gracias a mis cavilaciones. Voy a salir. Debo salir. Tengo que girarme.
Tomé aire, conté hasta tres… Pero el
primer intento fue fallido. Tengo que hacerlo con más energía. Venga, vamos.
Tomé un nuevo impulso y…, zas, me
liberé de mis piernas atenazadas. Y en el mismo instante de mi giro se apagaron
las luces. No sé lo que sentí. Miedo, escalofríos, angustia, deseos de salir
corriendo… Su imagen permanecía grabada en mi memoria desde que lo vi allí,
junto a la pared. Al fondo, solo una pequeña luz me llenaba de esperanza.
¿Qué hago?
Escuché una voz bastante lejos,
parecía ser la de un vigilante. ¿Le grito implorando ayuda? ¿Me enfrento a él?
¿Huyo a toda velocidad sin mirar atrás? ¿Me dará tiempo?
No sé. No sé cómo hice. No me acuerdo
bien. Quizás fue el recuerdo de aquella vez en el patio cuando… No lo sé. No sé
cómo me armé de valor para enfrentarme a él… No recuerdo bien.
Solo tengo impregnado en mi memoria
que, de repente, me encontré al vigilante junto a mí gritándome, reprochándome
lo que al fin había hecho.
Sí, sí, lo había conseguido. Logré
liberarme de él. Me había enfrentado a su altanería, a ese ser avasallador…
Una vez que arranqué el pequeño
urinario que se alojaba junto al mío, no tuve más que estampárselo de un golpe
seco, certero, que lo derrumbó finalmente y yacía en el suelo.
Al fin me había liberado de él. Lo
conseguí. Ya no se iba a atrever a atemorizarme más. No, nunca más.
Allí estaba destrozado, hecho añicos, el secador de
manos. Mientras yo sostenía una sonrisa de victoria, el vigilante, con los
brazos en alto no hacía más que recriminar mi acto delictivo. Aunque yo, me
encontraba satisfecho, saboreando la victoria…
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